5 de diciembre de 2005
Mi esposa tuvo otra hemorragia, más fuerte que las anteriores. Así que como a las siete de la noche estábamos nuevamente en la clínica de la doctora.
Dos semanas antes, nuestra hija había nacido pesando solamente dos libras con quince onzas, a las 14:15. Mi esposa había estado a punto de perder la vida en el parto, debido a un problema poco común llamado Acretismo Placentario, que consiste más o menos en que la placenta echa “raíces” que se aferran al útero y hasta en los intestinos, ocasionando en la mayoría de los casos, la muerte. Estas “raíces” son en realidad tubos llenos de sangre, por lo que durante el parto mi esposa perdió tanta sangre que casi muere. Yo estuve allí: Recuerdo una cubeta con una cantidad de sangre como yo nunca había visto en mi vida. Mi esposa estaba hinchada pues trataban de mantenerla con vida a base de sueros, de los cuales solo quedaban los envases por todos lados del quirófano. Sangre: era todo lo que veía. Mi esposa esbelta y hermosa, se había convertido en un cuerpo hinchado y casi inconsciente de aquella realidad, luchaba por su vida y lo único que hacía era preguntar con las pocas palabras que le quedaban: “¿Y mi hija? ¡¿Está bien?! ¡¿Le contaste los deditos… están completos?!
Fueron varias horas en las que no sé de donde saqué fuerzas para no solo estar allí, sino atender el teléfono y hacer llamadas conforme me lo pedían los doctores, pude también soportar ver como entraban y salían aparatos y especialistas: Cardiólogo, anestesista, infectólogo, etc. A los amigos y familiares que estaban afuera solo les preocupaban dos cosas: Que mi esposa estuviera bien, y a cuánto estaba ascendiendo la cuenta. En Guatemala si no tenés un buen seguro médico, la depresión post-parto nos puede dar a los maridos ;) La cuenta llegó a cantidades jamás imaginadas porque se necesitaron exámenes, especialistas, transfusiones de sangre, además de los dos intensivos de los siguientes días.
Del trabajo corría al sanatorio y cuando llegaba a mi casa, sentía físicamente, una sombra negra que deambulaba los alrededores. Era como un ángel de la muerte que asechaba a mi familia como ave de rapiña esperando que caiga su presa. Una noche llegué sin fuerzas y recurrí una vez más a Dios. Ese día había pedido un estado de cuenta parcial y era tanto el dinero que no sabía de dónde iba a salir. Así que impuse las manos sobre los papeles, ignoré al ángel de la muerte y confié. Es lo bueno de estos momentos del extremo, en que ya no te sirve nada más que confiar.
Mi esposa salió del intensivo muy delicada y como no teníamos opción, tomamos la terrible decisión de sacar a nuestra hijita aún con dos libras y quince onzas del sanatorio. El pediatra hizo hasta lo imposible por pasarla al IGSS (Seguro Social), pero estaba ocupado, así que nos consiguió una incubadora en el Roosevelt (Hospital público). Cuando llegamos allí, tuvimos que entrar por la emergencia para dar datos. Aquello parecía un burdel: Un “médico” (si se le puede llamar así) practicante estaba haciendo comentarios racistas contra una pobre mujer indígena embarazada porque tenía dolores y apenas tendría su quinto mes de embarazo, pedía ser ingresada por temor de perder a su hijo, pero fue rechazada y le dijeron que regresara hasta el noveno mes. El séquito de “enfermeras” le reían las gracias y comentaban también: “¡No Pirir! Mirate a esta pues, que la ingresemos dice y le falta bastante y hasta su sabana traía jajaja”. La señora enrolló su sábana vieja y rota, dio la vuelta avergonzada y se fue. Recuerdo ahora lo del evangelio de san Marcos que dice: “Si en algún lugar no los escuchan y no los reciben, sacudan el polvo de sus pies, como protesta contra ellos”.
A mi hija la sacaron de la incubadora de la ambulancia y la colocaron en una camita descubierta de la emergencia. De pronto se aparece otra practicante con ínfulas de experta, que se estaba comiendo un Tortrix (bolsita de snacks). Cuando hablaba escupía partículas sobre mi hijita y con la mano libre la tocaba toda y decía estupideces como: “Lo que tiene su hija es pulmonía”, “lo que pasa es que su señora no se alimentó bien en el embarazo”, “ustedes seguro se equivocaron en la cuenta, pues esta niña es de tiempo completo, no es prematura”, etc.
Cuando pedimos que por favor la pusieran en incubadora, una enfermera de aspecto desagradable, fue clara en su sentencia y puso las cartas sobre la mesa diciendo: “Ustedes aquí están en un hospital público y no en el sanatorio. En el sanatorio de donde vienen están acostumbrados a la CALIDÁ, aquí estamos acostumbrados a la CANTIDÁ”.
En ese momento mi esposa convaleciente, mi familia y yo no teníamos más opción que soportar aquellas cosas porque temimos que si decíamos algo, se desquitaran con nuestra hijita que se quedaría en aquellas manos. ¿Qué otra cosa podíamos pensar de gente que era indiferente al dolor ajeno?
Tuvimos que resignarnos y cuando estábamos en el carro, Dios me permitió sentir confianza y le dije a mi familia: “No nos queda más que confiar en Dios, al final Dios es tan Dios en el sanatorio, como lo es en este lugar” y Dios fue Dios. Mi hija fue trasladada al intensivo y comprobamos lo que el pediatra nos decía, pues es un excelente intensivo con un personal bien calificado, desde los especialistas hasta los conserjes, pasando por enfermeras y personal administrativo.
Pero el 5 de diciembre, en la víspera de mi cumpleaños, la doctora nos dijo que la hemorragia casi estaba controlada, pero que mi esposa debía ser operada en ese momento pues debían quitarle lo antes posible el útero y temía que si se desangraba en la casa, no diera ni siquiera tiempo de llegar a un hospital. Nos aclaró las cosas diciendo que debido a la pérdida de sangre de hacía quince días, estaba tan débil que no existía ninguna garantía de que saliera de aquella operación. Nos sentimos destruidos. Mi esposa pidió un momento para pensarlo y se dirigió lentamente hacia el baño, dando pequeños pasitos conforme sus pocas fuerzas se lo permitían. Sintió en ese momento lo que sintió Nuestro Señor Jesucristo en la cruz: “Padre, ¡¿Por qué me has abandonado!?” podía haber estado el mundo entero con nosotros en aquella clínica, que mi esposa se hubiese sentido sola. Unos minutos después tomó una decisión, con ese carácter que solo ella podía tener: No estaba lista para morir así. Contra mi voluntad, no quiso contar nada a su familia en Costa Rica, debido a que mi suegra padece del corazón, así que escribió unas cartas despidiéndose y aclarando que me había obligado a callar. Además necesitaba reconciliarse con Dios, y sobre todo, despedirse de su hijita. Así que la apoyé y nos arriesgamos. Llegamos a la casa y oramos al buen Dios para que nos ayudara. Mi esposa clamaba: “¡Señor, no me quites la vida! ¡Piensa que no es cualquier mujer la que te lo pide, es una madre que solo quiere estar con su hijita!”
Ya fortalecidos con la oración, hablamos con toda tranquilidad del futuro sin ella, lo que quería para su hijita, lo que yo le diría de su mamá, cómo pagaríamos las deudas, tanto anteriores, como la de la nueva operación y tantas cosas más. Nos despedimos con un fuerte abrazo que nos uniría para siempre.
Al día siguiente, es decir, el 6 de diciembre de 2005, día de mi cumpleaños, la llevé al Roosevelt y casi sin poder caminar se dirigió hacia el intensivo de pediatría a despedirse de la bebita. Nada fue más doloroso que aquello.
6 de diciembre de 2007
Por la mañana cuando estoy saliendo del baño, escucho las hermosas carcajadas de mi hija, y esa vocecita diciendo: “Papi” “papi”. Entro a la habitación y la abrazo fuertemente porque es mi cumpleaños. Me dirijo a la cocina con ella en los brazos y veo a mi esposa que me recibe con un excelente desayuno especial.
Por la noche, después del trabajo, me dirijo hacia mi casa porque mi esposa y mi hija me esperan con la casa llena de globos y un cartel que ambas pintaron y que dice: “Feliz Cumpleaños Papi”, además de una cena deliciosa que consiste en una carne en salsa roja, arroz y vegetales, acompañada de un exquisito vino Concha y Toro, Cabernet Suavignon y un delicioso postre que consiste en un pastel de melocotones.
Hoy estamos celebrando la vida de los tres, pues los tres estamos muy bien, completamente bien: Nuestra hijita está completamente sana, mi esposa aunque perdió el útero, está completamente sana también, y yo aunque todavía un poco endeudado estoy excelentemente bien. Ahora vemos la vida de diferente manera y cada día juntos es motivo de alegría y de dar gracias a Dios.
Hemos empezado de nuevo: En una casa más pequeña, con un carro más viejito pero con mucha más alegría y felicidad que antes. Queremos recuperar todo el tiempo que hemos perdido a lo largo de nuestras vidas, hemos retomado nuestros estudios, seguimos luchando por nuestros sueños y estamos retomando nuestros ideales.
Escribo esto para dar Gracias a Dios, porque fue, es y seguirá siendo Dios y es bueno. También para dar gracias a tantos amigos y familiares que nos apoyaron en aquellos momentos difíciles, tanto con sus oraciones, su compañía e incluso con su apoyo económico. Quisiera mencionar nombres pero son tantos que prefiero pedirle a Dios por cada uno de ellos.
Cuando paso momentos difíciles, pienso en mi pequeña hijita de dos libras y quince onzas, luchando por aferrarse a la vida en un intensivo y eso me da fuerzas para seguir adelante. Como dice mi suegra: “Debemos comernos las verdes, para disfrutar más de las maduras”.